OPINION
La mano dura parece ser la estrategia de moda para combatir el crimen organizado en América Latina. O al menos, una estrategia que se está validando en sí misma por medio de los hechos y el «éxito» que con efecto casi inmediato está mostrando en los países que se aplica y generando efectos socio políticos importantes.
Pensamos sin embargo que son éxitos relativos y temporales de acuerdo a la propia historia de las dinámicas de cambio continentales.
Por ahora creemos que este éxito generado desde El Salvador, de la mano del creciente fenómeno del apoyo de la opinión pública en el tema de la percepción de seguridad y que han elevado al máximo los niveles de aprobación popular del presidente Bukele, han llamado la atención de otros líderes regionales como el caso de Ecuador, Paraguay y Argentina para mencionar algunos ejemplos, países en los que se busca el camino de replicar el modelo.
Recientemente la empresa Statista a través de su Statista Research Department, publicó lo siguiente:
América del Sur
«Venezuela es el país más violento de América del Sur. En ello tienen mucho que ver su difícil situación sociopolítica y unas duras condiciones económicas marcadas por la inflación más alta a nivel mundial y la escasez de productos de primera necesidad. Este cúmulo de factores ha provocado que sus habitantes sean incapaces de satisfacer sus demandas de bienes y servicios más básicos tanto en zonas rurales como en las grandes urbes. De hecho, Cumaná y Guayana se han convertido en dos ciudades más peligrosas del país, con tasas superiores a los 62 asesinatos por cada 100.000 habitantes.
Por otro lado, Colombia se erige como el segundo país con la mayor tasa de homicidios debido, entre otros factores, al conflicto armado interno que padece desde hace décadas. De hecho, la cifra de asesinatos no ha bajado de los 24 casos por cada 100.000 habitantes desde 2014. Lo que comenzó como una guerra entre partidos políticos ha ido evolucionando con el tiempo a la vez que aparecían nuevos actores como los carteles de drogas, grupos armados y organizaciones criminales.
Para hacerse una idea de la magnitud del problema, entre 1985 y 2018 se han registrado más de 450.000 víctimas mortales, 7,5 millones de desplazados y 121.000 desaparecidos».
El cuadro de violencia homicida de la región está asociado a la preponderancia de la operación de las bandas criminales y grupos armados ilegales que operan en toda la región y cuyos modelos se han replicado en otras partes del mundo.
Finalizar con las organizaciones criminales es por el momento un tema que está al tope de la agenda política y genera un mercado de promesas que se multiplican especialmente en años electorales pero que en la realidad son muy difíciles de cumplir efectivamente, debido a las complejidades de un fenómeno multifacético y multisectorial que mueve una gran cantidad de «mano de obra», genera miles de puestos de empleo aunque sea informal e ilegal, genera ganancias cuyas altas rentas se integran o no en algún punto al mercado legal financiero y que presionan generalemente el sector político.
Es el tema más complejo que enfrenta la sociedad continental en su conjunto, se llama Seguridad y la herramienta del diálogo parece ser una adecuada para estos tiempos de búsqueda de paz.
FV
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de BBC Mundo, por José Cueto con aportes de Elizabeth Dickinson
«A diferencia de Ecuador y El Salvador, Colombia aprendió durante décadas que no es posible eliminar organizaciones criminales sin diálogo» (BBC Mundo)
Es la vía que asumieron las administraciones de Nayib Bukele en El Salvador, Xiomara Castro en Honduras y Daniel Noboa en Ecuador.
Los tres gobiernos libran una guerra abierta contra el crimen aplaudida por muchos, especialmente sus ciudadanos, pero también criticada por distintas organizaciones de derechos humanos por cercenar libertades.
Por eso llama la atención cuando se producen excepciones a lo que ahora parece ser la regla, como la apertura de una posibilidad de diálogo entre el gobierno de Gustavo Petro en Colombia y el autodenominado Ejército Gaitanista de Colombia (EGC), el grupo criminal más poderoso del país, más conocido como el Clan del Golfo.
Elizabeth Dickinson, analista del centro de estudios especializado en conflictos International Crisis Group en Colombia, atribuye este movimiento a las lecciones aprendidas por Colombia durante más de medio siglo de conflicto armado, como «que las organizaciones criminales no solo se eliminan con una respuesta militar, sino también con diálogo», le dijo a BBC Mundo.
El «acercamiento» lo planteó Petro durante un discurso en Apartadó, en el Caribe antioqueño: “El que tiene el balón en la cancha es el Clan. ¿Se atreve o no se atreve? Si no se atreve ‘guerriamos’, porque la decisión es destruir el Clan. Si se atreven, abrimos las mesas de negociación”.
El EGC respondió horas después con un comunicado diciendo que “aceptaban” la invitación del presidente de “sentarse a negociar condiciones políticas» que permitan «transformaciones sociales» en las regiones donde hacen presencia.
De momento solo son palabras y las posturas de ambos actores son distantes.
El EGC pretende una negociación política y el gobierno no los considera una organización con esos fines.
Hoy ostentan un fuerte control en múltiples territorios y se le atribuyen actividades ilícitas como el narcotráfico, la extorsión, la minería ilegal y el tráfico de migrantes, esto último negado por el grupo en su respuesta a Petro.
Sin embargo, expertas como Dickinson piensan que el gesto es «importante» para la «paz total» que pretende Petro en Colombia negociando con varios grupos armados, una política cuyos resultados siguen por verse y que con el paso del tiempo genera más dudas entre expertos y parte de la población colombiana.
Dickinson es analista sénior de ICG en Colombia desde 2019. Su trabajo se centra en las dinámicas del conflicto armado y la implementación del acuerdo de paz entre el gobierno colombiano y las guerrillas FARC de 2016.
¿Qué tan relevante es este “acercamiento” público entre Petro y el Ejército Gaitanista (Clan del Golfo)?
Es importante. Demiuestra que la administración del presidente Petro está dándose cuenta de los riesgos de dejar a este grupo fuera de las negociaciones de paz.
Para los otros grandes grupos que negocian la paz con el gobierno, especialmente el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el Estado Mayor Central (disidencias de las Farc), el enemigo no es tanto el Estado como los gaitanistas.
Si los gaitanistas se quedan fuera del proceso de paz, estarán listos para ocupar más territorio. Eso hará imposible cualquier discusión para acabar con el conflicto y desmovilizar a los otros grupos.
¿Por qué no hemos visto un acercamiento así hasta ahora?
Desde que Petro llegó al poder, los gaitanistas mostraron interés en el diálogo.
El hecho de que Petro haya propuesto la posibilidad de negociar en la costa del Caribe también es muy importante.
En esta zona hay una fuerte presencia del EGC y las comunidades que viven allí tienen la sensación de que el gobierno ha ignorado su sufrimiento en su política de paz y estrategia para poner fin al conflicto.
¿Qué sigue?
Lo primero será entender cómo se dará un posible canal de diálogo: qué expectativas tienen los gaitanistas, qué buscan, qué les incentiva para sentarse en una mesa de negociación, qué les haría desmovilizarse.
Cualquier aproximación inicial será muy importante para entender si hay espacio para avanzar en esos diálogos.
La oferta de Petro durante su discurso fue dura y no benevolente. Sí, les abre la puerta, pero les dice que tienen que abandonar el narcotráfico y someterse al sistema legal.
Creo que esto refleja lo aprendido durante la administración de Petro sobre los incentivos reales para que estos grupos se sienten a la mesa con buena fe.
¿Cuáles serían los mayores obstáculos en cualquier negociación con el EGC?
La legalidad es un gran obstáculo. En la ley, para negociar con varios grupos armados, el actual gobierno creó dos categorías.
Una incluye a los grupos insurgentes, como el Ejército de Liberación Nacional, el Estado Mayor Central o la Segunda Marquetalia.
Otra incluye a las llamadas organizaciones criminales de alto impacto.
Esto implica que el gobierno tiene la autoridad de abrir líneas de comunicación con estos grupos, pero necesita una nueva ley del Congreso para discutir cualquier proceso de desmovilización.
Así que cualquier reducción de condena a cambio de confesiones, por ejemplo, tendrá que pasar por el Congreso. Ahora mismo no existe un marco legal que sostenga negociaciones de este tipo.
Aún se está lejos de este escenario, pero nada detiene al gobierno de abrir un canal y discutir, por ejemplo, sobre mejorar las condiciones de las comunidades donde opera este grupo y reducir los niveles de violencia. Eso es posible al 100%. No hay ley que lo impida.
Unas negociaciones entre gobierno y el EGC no serían algo nuevo. El expresidente Juan Manuel Santos lo intentó en el pasado. ¿Qué cambió desde entonces?
Esas conversaciones ocurrieron en un contexto muy diferente. Había mucha más presión militar y el EGC era una organización mucho más pequeña. Entonces el gobierno intentaba desmovilizar a alrededor de 1.500 combatientes. Hoy se estima que son entre 6.000 y 9.000.
Que exista un precedente demuestra que al menos desde el liderazgo del EGC hay interés en algún tipo de intercambio que involucraría confesiones y testimonios sobre la verdad a cambio de reducciones de sentencias judiciales y una retirada de muchos altos rangos que quieren regresar a sus vidas y familias.
Al comienzo de la administración de Petro también hubo acercamientos entre ambos grupos, pero las conversaciones fracasaron. Entre otros motivos, porque el gobierno no sintió tener un canal de comunicación con el liderazgo del EGC.
Esto será un reto para cualquier diálogo.
Con vistas al futuro, el EGC es una organización fragmentada con muchos tentáculos. Incluso si un día llegan negociaciones para desmovilizar, ¿qué garantías hay que no habrá disidencias que rechacen un acuerdo?
Cualquier proceso de desmovilización puede implicar miembros que deciden no acatar o volver a las armas.
Pienso que Colombia ha tenido una debilidad en los procesos de desmovilización: ha sido exitosa en desmovilizar altos y bajos cargos, pero no tanto con los mandos medios que frecuentemente retoman las armas.
Esto requiere nuevos incentivos y un proceso de desmovilización más robusto para evitar que esas personas regresen a la economía ilícita.