Por Fernando Vaccotti
La frontera entre Estados Unidos y México ha sido históricamente un espacio de tensión, intercambio y complejidad sociopolítica. En las últimas décadas, este territorio ha sido testigo de una creciente militarización que busca frenar el narcotráfico, la migración irregular y el crimen organizado. Sin embargo, esta estrategia ha demostrado tener impactos limitados en materia de seguridad y profundos efectos colaterales en derechos humanos y cohesión social.
Orígenes y evolución del enfoque militar
Desde mediados de los años ‘90 —con operaciones como “Gatekeeper” y “Hold the Line”— comenzó un proceso de endurecimiento fronterizo que se aceleró tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. A partir de entonces, el enfoque tradicional de vigilancia civil fue progresivamente reemplazado por un dispositivo más robusto, en el que participaron agencias como la Guardia Nacional e incluso unidades militares desplegadas bajo órdenes ejecutivas presidenciales.
La lógica dominante pasó a ser la de la seguridad nacional, vinculando los flujos migratorios con amenazas terroristas, narcotraficantes y pandillas transnacionales. Este cambio de paradigma ha sido reforzado por distintos gobiernos, independientemente de su signo político.
Impactos y límites de la militarización
Pese a su despliegue espectacular, la militarización no ha logrado detener significativamente la migración irregular ni el tráfico de drogas. Las causas estructurales que impulsan estos fenómenos —como la violencia en Centroamérica, la pobreza o el cambio climático— no pueden ser contenidas con barreras físicas ni fuerzas armadas.
Por otro lado, la presencia de personal militar en tareas de orden interno ha provocado preocupaciones por violaciones de derechos humanos, incluyendo detenciones arbitrarias, uso desproporcionado de la fuerza y criminalización de personas en situación de vulnerabilidad. La línea que separa el control legítimo del abuso de poder se vuelve difusa en contextos tan tensos como los puntos de cruce fronterizo.
Además, las comunidades locales a ambos lados de la frontera sufren las consecuencias de esta política: militarización del espacio cotidiano, deterioro del comercio transfronterizo, y una creciente estigmatización del “otro”.
Una herramienta simbólica más que una solución real
En muchos casos, el despliegue militar cumple una función simbólica y política más que estratégica. Sirve para transmitir una imagen de control ante la opinión pública, especialmente en momentos electorales o de crisis, pero no resuelve los problemas de fondo.
De hecho, los recursos destinados a estas operaciones podrían invertirse en fortalecer sistemas de asilo, cooperación regional para el desarrollo, o mecanismos de integración laboral y social para los migrantes. La securitización extrema termina debilitando la capacidad del Estado para abordar el fenómeno desde un enfoque integral.
Algunas conclusiones primarias
La militarización de la frontera entre Estados Unidos y México es un ejemplo claro de cómo la seguridad mal entendida puede derivar en políticas ineficaces y costosas. Frente a un problema complejo como la migración transnacional, se necesitan respuestas multilaterales, humanas y sostenibles. Priorizar el uso de la fuerza por encima del diálogo y la cooperación solo profundiza los desafíos que se buscan resolver.