Un cuento corto
Por Fernando Vaccotti

La villa miseria de Buenos Aires se estremeció con la ráfaga de disparos. Nadie quiso mirar por la ventana, pero todos escucharon cómo un muchacho peruano de veinte años se desplomaba en el barro, aún con las bolsitas de cocaína en el puño. Los casquillos de distintos calibres esparcidos alrededor decían más que cualquier testigo. Cuando la policía llegó, un oficial recogió con calma una bolsa con billetes: “Esto no lo vio nadie”. El silencio era tan parte del barrio como las paredes descascaradas. Podría haber ocurrido lo mismo en cualquier país de una Latinoamérica castigada por una guerra sin cuartel entre el crimen organizado y los Estados de reacción lenta.
La droga, supieron después, había partido de Colombia. Venía de las mismas selvas donde los explosivos habían sacudido la base militar en Cali y donde un helicóptero cayó en Amalfi, dejando más de veinte muertos. El eco de un país atrapado en la repetición de sus propios fantasmas: disidencias que nunca se extinguieron, alianzas mutantes y un Estado que siempre llega tarde, con líderes explicando lo inexplicable.
En el celular del muerto -un aparato chino de bajo costo introducido por las triadas que operan en silencio en el Cono Sur- aparecía un número mexicano guardado como El Patrón. Su respuesta fue cortante: “Sustitúyanlo por otro”. Y la línea, mal cerrada, dejó escapar una voz en inglés: “Another one”. El desdén de quien observa desde lejos un ajedrez de piezas descartables.
Pero la historia no terminaba ahí. Los investigadores descubrieron que el joven había tenido contacto con una red mucho más vasta: emisarios del Tren de Aragua, la organización nacida en las cárceles venezolanas que hoy extiende sus tentáculos por todo el continente. Sus enviados cruzan fronteras, instalan células en barrios marginales de EE. UU., Chile, Perú, Colombia, Brasil y Argentina, y rinden cuentas a los mismos amos que desde Caracas permiten y promueven su expansión como un brazo irregular del régimen.
En la selva que divide Ecuador y Colombia, los hombres del Tren ya se han mezclado con los mineros ilegales, cobrando peajes en oro y coca. En Lima y Santiago manejan redes de extorsión y trata de personas; en São Paulo se infiltran en los corredores logísticos que antes eran exclusivos del PCC. Allí donde hay migrantes desesperados, aparecen ellos: controlando pasos, cobrando cuotas, administrando violencia como si fuese un impuesto.
Mientras tanto, el mapa regional se tensa: el litigio entre Colombia y Perú se convierte en otro foco de fricción, el Esequibo se enciende como polvorín diplomático, y Venezuela enfrenta el cerco de Estados Unidos con sanciones, despliegues militares y un ojo vigilante sobre los contratistas privados que orbitan alrededor de Erik Prince. México, por su parte, al igual que Haití, se hunde en una estadística de homicidios que ya parece infinita, mientras caravanas de migrantes continúan atravesando selvas y desiertos rumbo al norte, presas fáciles para las redes del Tren y de los carteles.
El cadáver del joven peruano en Buenos Aires fue apenas una nota breve en la prensa local. Pero en realidad era un eslabón de una cadena que une villas argentinas con cárceles venezolanas, selvas colombianas con minas ecuatorianos, y caravanas de migrantes con órdenes dictadas desde despachos oscuros en el Caribe.
Latinoamérica en 2025 es un mapa de una región en llamas. No hay fronteras que detengan a las redes criminales ni gobiernos capaces de controlarlas. El Tren de Aragua, los carteles mexicanos, las disidencias armadas, las triadas asiáticas y hasta los mercenarios privados se entrelazan como venas de un mismo cuerpo enfermo en una nube difusa. Y cada muerto anónimo, como el de aquel muchacho en Buenos Aires, es apenas la gota visible de un río subterráneo de sangre que arrastra al continente entero.