En los países cuyos pueblos están dotados de cultura cívica, no es difícil entender que los Estados son organizaciones políticas destinadas a lograr el bien común de la sociedad, así como tampoco lo es entender que ese bien común solo se alcanza recreando un contexto de convivencia ordenada entre sus miembros. Ese debería ser el caso de Uruguay.
Esas “organizaciones políticas”, denominadas “Estados”, implican la existencia de un régimen de gobierno (democracia, autocracia, república, unitarismo, federalismo, presidencialismo, parlamentarismo) y de autoridades que ejerzan el poder político para conducir los destinos del país que se organiza. De modo tal que así como no es posible que exista un Estado sin gobernantes, tampoco lo es la existencia de un Estado en el que aquellos no tengan la posibilidad de utilizar la fuerza pública o poder político para tomar decisiones y hacerlas cumplir.
La convivencia de los hombres en una sociedad organizada, es regulada por un conjunto de normas que, precisamente, se denominan “ordenamiento jurídico” o “derecho objetivo”, y que son creadas por los gobernantes. Si bien esas normas siempre limitan los derechos y libertades de los habitantes, son indispensables si se quiere lograr el bienestar del conjunto. Es que si cada uno pudiera ejercer sus derechos sin límites, la sociedad sería una anarquía. De allí la necesidad de limitar el ejercicio de esos derechos por parte de las autoridades, para hacer efectivo el fin por el cual las sociedades se organizan políticamente, que no es otro que el bienestar general.
El ejercicio del poder político es indispensable para que las decisiones de los gobernantes no sean meras quimeras y formulaciones teóricas carentes de efectividad y vigencia. Pues en la medida que el ejercicio de la fuerza pública se enmarque dentro de los límites fijados por una ley suprema, a la que los gobernantes deban obedecer y respetar, será siempre justo y necesario.
Es la misma Constitución Nacional la que garantiza derechos y libertades a los habitantes, pero es también ella misma la que dispone que esos derechos y libertades deben ejercerse. No entender esta ecuación, es no comprender cómo funcionan los países civilizados. El nuevo CPP parece no contribuir efectivamente a una reducción significativa de la delincuencia y provoca grandes contradicciones populares. Cuando los ciudadanos comienzan a tomar rutas, comienzan los arrestos ciudadanos, como consecuencia de la falta de respuesta del Estado ante el avance narco de todo nivel que copan espacios públicos y se burlan de las Leyes para instalarse en una sociedad permisiva y que de a poco va despertando de la anestesia; cuando la Educación Pública está en tela de juicio así como el propio Sistema de Salud Pública; cuando renuncia un Vicepresidente por actos muy estrechamente vinculados a falta de ética y se espera aún un pronunciamiento de la Justicia, el país se ve enfrentado a una situación cercana a la de excepción.
Cuando las interpelaciones a Ministros del Gabinete oficial no exhiben aparentemente resultados políticos pero sí generan cambios en los tiempos siguientes, nos relata parte de la política de «negación pública y aceptación privada» de los planteos interpelantes.
El Estado a través de la autoridades pertinentes debe hacer una utilización del uso de la Fuerza Pública que exhiba un marcado camino de Prevención y no de Reacción. Pues de esa manera, habría que proponer en lugar de la creación de una Guardia Nacional (ya existente en los hechos ), un gran Cuerpo de Bomberos Políticos para reaccionar ante cada evento que instale polémica y nerviososmo en la sociedad.
Pero si se instala la noción según la cual los intentos de las autoridades destinados a poner orden, son manifestaciones de la represión ilegal tan afines a vincularlos con los recientes períodos de gobiernos de facto, – por ejemplo- lo único que se logra es vaciar de efectividad a la democracia, por cuanto ella no se concibe sin representantes, o sin la posibilidad de que ejerzan el poder político necesario para ordenar a la comunidad. Es parte de lo que estamos presenciando en el actual debate uruguayo sobre la utilización o no de las Fuerzas Armadas para ayudar a combatir el crimen común (y organizado).
Otro factor no menos importante para tener en cuenta en esta ecuación está marcado por los costos económicos, recursos humanos y repercusiones sociales que son la resultante de esta situación. Por ejemplo, cuánto le cuesta al país movilizar a la Fuerza Pública? Cuánto le cuesta al país efectivamente el combate al crimen común y organizado? Las cifras oficiales no son muy claras al respecto. El tema es más complejo y profundo de lo que puede parecer.
«Ni el derecho constitucional de manifestarse es absoluto (y solo es válido si se ejerce en el marco de las normas que los reglamentan), ni lo es el ejercicio del poder por parte de las autoridades, el cual solamente es razonable si se ejerce dentro de los límites delineados en la Constitución Nacional.»