ALINGAR, Afganistán — Bajo la sombra de una morera, cerca de tumbas adornadas con banderas de los talibanes, un alto líder militar insurgente en el este de Afganistán reconoció que, a lo largo de la última década, el grupo había sufrido pérdidas devastadoras debido a los ataques estadounidenses y operativos gubernamentales.
Sin embargo, esas bajas han cambiado poco el terreno: los talibanes siguen remplazando a sus muertos y heridos, perpetrando una violencia brutal.
L“Consideramos que esta lucha es una forma de adoración”, dijo Mawlawi Mohammed Qais, el dirigente de la comisión militar de los talibanes en la provincia de Lagmán, mientras decenas de sus combatientes esperaban cerca de ahí, en una ladera. “Así que, si matan a un hermano, el segundo hermano no decepcionará los deseos de Dios; se pondrá los zapatos de su hermano”.
Era marzo, y los talibanes acababan de firmar un acuerdo de paz con Estados Unidos que ahora pone al movimiento al borde de cumplir su deseo más ferviente: la retirada total de los soldados estadounidenses en Afganistán.
Los talibanes han sobrevivido a una superpotencia durante casi diecinueve años de guerra desgastante. Y decenas de entrevistas con funcionarios y combatientes talibanes en tres países, así como con funcionarios afganos y occidentales, revelan que se han fusionado nuevas y viejas posturas y dejan entrever las generaciones que ayudaron a lograrlo.
Después de 2001, los talibanes se reorganizaron como una red descentralizada de combatientes y comandantes de bajo nivel con el poder de reclutar y reunir recursos de manera local mientras que los líderes de alto nivel seguían refugiados en Pakistán, el país vecino.
La insurgencia llegó a adoptar un sistema de planeación y ataques terroristas que mantuvo al gobierno afgano bajo una presión fulminante, así como a expandir un motor de financiamiento ilícitobasado en crimen y drogas, a pesar de su arraigo en la austera ideología islámica.
Al mismo tiempo, los talibanes oficialmente han cambiado poco de su ideología fundamental rigurosa al prepararse para comenzar charlas directas sobre la repartición de poder con el gobierno afgano.
Nunca han renegado explícitamente de su pasado, en el que albergaron terroristas internacionales, ni de las prácticas opresivas hacia las mujeres y las minorías que caracterizaron su mandato en la década de 1990. Y los insurgentes permanecen profundamente opuestos a la gran mayoría de las transformaciones que Occidente apoyó en el país durante las últimas dos décadas.
“Preferimos que el acuerdo se implemente totalmente para poder tener una paz integral”, dijo Amir Khan Mutaqi, el jefe de personal del líder supremo de los talibanes, en una entrevista extraordinaria en Doha, Catar, con The New York Times. “Pero tampoco podemos quedarnos aquí sentados mientras las prisiones están llenas de nuestra gente, cuando el sistema de gobierno es el mismo sistema occidental, y los talibanes simplemente deben quedarse en casa”.
“Ninguna lógica acepta que todo siga igual tras todo este sacrificio”, dijo. “El gobierno actual se basa en dinero extranjero, armas extranjeras y financiamiento extranjero”, agregó.
Una historia lúgubre los precede. La última vez que una potencia ocupó Afganistán y después salió del país —cuando la insurgencia muyahidín, respaldada por Estados Unidos, ayudó a que los soviéticos se retiraran en 1989—, las guerrillas derrocaron al gobierno que se quedó y luego lucharon entre ellas para disputarse lo que quedaba. Los talibanes resultaron victoriosos.
Ahora, aunque las fuerzas estadounidenses y los insurgentes han dejado de atacarse, los talibanes intensificaron sus ataques en contra de las fuerzas afganas antes de una tregua extraordinaria de tres días por la festividad del Eid al-Adha. Sus tácticas parecían tener el objetivo de sembrar miedo.
Muchos afganos temen que los insurgentes intimiden a los negociadores para que les otorguen una participación dominante en el gobierno, cuyas instituciones han socavado y a cuyos funcionarios asesinan con camiones-bomba y emboscadas.
Por Mujib Mashal